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Alma de prosa

Anoche un amigo me envió un mensaje en el que me decía lo siguiente:

No m exes en kra q to lo prdiste, tb a tu vera yo to lo prdi.bien pagá, si tu ers la bien pagá xq tus bss compre.y a mi t supiste dar x 1puñao d parné. bien pagá, bien pagá. bien pagá fuiste mujé. pon canal9 😉

Tenía razón aquel que dijo que los amigos no se eligen, aunque si se pudieran elegir, sinceramente, yo no cambiaría a este individuo por ningún otro porque, pese a que es un frikazo que ve Alma de Copla (sí, sí, Alma de Copla), es capaz, con sus ocurrencias, de hacer que brote la carcajada en un momento en el que estaban a punto de extinguirse. Y es que, veréis, el alemán no es, precisamente, el idioma más divertido del mundo, ni el más sencillo, pero sí el que más posibilidades de suspender presenta.

El caso es que le hice caso y vi un ratito Alma de Copla. Sé que algunos habréis puesto el grito en el cielo, «¡¡¡DIosssss!!!» (sobre todo las mujeres con las que comparto este maravilloso blog), pero estaba muy quemada. La televisión, creo, sólo la pongo en momentos realmente críticos, cuando necesito recordarme que hay gente mucho peor que yo, etcétera. Y anoche, aunque me envilecí, pude comprobarlo.  

Pobrecitos. La copla, convendréis conmigo, no es un género de éxito. Tuvo su gran momento, pero pasó. Así que si ya resulta difícil ganarse la vida con la música comercial, imaginaos con la copla. Claro que el público es fiel, pero… Che, es como si yo a estas alturas quisiera ganarme la vida escribiendo tragedias griegas. Sería muy noble, casi heroico por mi parte, pero…  Aunque supongo que si mi pasión fueran las tragedias griegas… iría a por todas. Pues la vocación, al fin y al cabo, es -voy a decir algo muy folclórico- «lo más grande deste mundo». Pero, en fin, que no, mi situación es grave, pero creo que no estoy en el grupo de los terminales.

Todo esto venía a que… Hay programas para todo: para encontrar la revelación musical del año, para fabricar modelos internacionales en serie, para instruir a actores aspirantes al Goya (jajaja), para sacar a la luz nuevos talentos… Hay programas para todos. Menos para mí. Yo no podría ser cantante (porque canto como un grillo afónico), ni modelo (de tallas grandes, quizás, y tampoco), ni actriz (por mucho que me animárais, chicas, tras mi imitación estelar de Dolors Palau…). Tampoco tengo ningún talento sobrehumano que pueda  atrapar a la audiencia. Pero a mí me gustaría que hubiera un programa… para escritores fracasados, o algo así. Un programita íntimo, en la 2 de TVE, por ejemplo, en el que escritores noveles, desconocidos, anónimos, con pseudónimo, o qué sé yo, pudieran leer sus textos o prestar sus textos para que fueran leídos por otros. Algo muy sencillito, barato, nada descabellado. Sólo un micrófono. Y leer en voz alta. Yo no me presentaría, porque la televisión me aterra, me entraría la risa histérica y todas esas cosas que me pasan cuando hablo para más de cinco personas, pero es una idea que me gusta. No sé, lo echo en falta.       

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Mujeres de novela

Capote, por Jack MitchellTruman Capote fue un maestro de seducción, un especialista en crear personajes genuinos, magnéticos e inolvidables. Personajes como el encantador e ingenioso P. B. Jones al que quisiéramos tener de amigo; otros que ojalá fueran de carne y hueso y se dejaran querer, tal es el caso del huérfano Collin Fenwick, y otros o, mejor dicho, otras a las que nos gustaría parecernos. Porque si algo sabía Capote, además de que era un genio, tal y como se autodefinió en Música para camaleones, era dar vida a mujeres que de manera aislada condensaban en sí mismas todo el complicado universo femíneo.

De entre todos ellas destaca una estrella del Nueva York más sofisticado, una amante de los lujos que atractiva sin ser guapa rompe a su paso corazones. Con ustedes, la que tomaba el Desayuno en Tiffany’s: la incomparable Holly Golightly. Capote logró que esa novela corta le terminara de consagrar y, también, que se consagrara por sí misma. Años más tarde la historia fue llevada al cine por Blake Edwards y protagonizada por la eterna Audrey Hepburn. Holly Golightly pasó a formar parte, así, del Olimpo de los mitos; pero pese a su fulgor, no fue la única mujer -aunque sí la más importante- en la vida literaria del norteamericano y no sería justo, por tanto, olvidar a Grady McNeil y Kate McCloud. La primera, una adolescente nacida en lo más alto de la escala social, enamorada de un judío, veterano de guerra, de clase muy baja; la segunda, una mujer madura que supo jugar bien sus cartas, y  logró ascender hasta la cumbre de Estados Unidos gracias a su matrimonio con un multimillonario, a quien dio un hijo. Les unen, sin embargo, cierto halo de cliché, la tragedia y el hecho de que las novelas en las que aparecen, Crucero de verano y PlegaAudrey Hepburn en una de las escenas más famosas del filmrias atendidas respectivamente, no fueron concluidas. En contraposición a ellas, se encuentra la original Dolly Talbo, mi predilecta. Dolly es, en mi opinión, el personaje femenino más asombroso y vivo de cuantos salieron del corazón y de la pluma de Capote, y eso que El arpa de hierba fue la tercera de sus novelas. Pese a su convencionalismo inicial, experimenta a lo largo de las páginas una inusitada evolución. O tal vez sería más correcto hablar de revolución. Abandona a su hermana, para quien trabajó durante toda su vida; se instala en una cabaña en la copa de un árbol y, contra todo pronóstico, ya bien entrada en años, descubre el amor. Su osadía le permite romper con todo y vivir, por fin, a su manera aunque sea durante poco tiempo.

Capote siempre se mostró mucho mejor al ocuparse de los ricos que de los pobres pues, después de todo, como afirmó Alan Schwartz, su amigo y abogado, «sus gustos se inclinaban por lo exquisito, por la fantasía, el brillo, la belleza de las insinuaciones». Y, cómo no, por las femmes fatales, genuinas, magnéticas e inolvidables, víctimas de un rasgo común a todas las obras de este autor: el temblor de que una vez, en algún lugar inconcreto, se perdió la posibilidad de ser feliz.

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Paso a paso

Desde siempre me ha costado mucho ponerme a escribir cuando me encuentro ante un papel en blanco. No soy capaz de encontrar un tema y, si lo encuentro, lo que me cuesta es expresar lo que me pasa por la cabeza. Para algunos es muy fácil decir lo que quieres o simplemente se les da mejor. Así que para los que, como yo, se ven un poco cohibido por lo que se suele denominar como comunicación escrita (tengo malas experiencia desde primero de carrera), os recomiendo un libro fácil de leer y bastante entretenido de Joseph López Romero: El camino de las hormigas:

Desde el punto de vista de Josep López Romero, autor del libro, escritor y periodista, el camino de las hormigas nos transmite, en forma de situación cotidiana, 29 + 1 pequeños consejos para mejorar nuestra comunicación escrita. Muchas personas se ven en la necesidad de producir textos escritos con asiduidad. Aquí pueden encontrar, como el propio autor lo define, un libro de autoayuda. Éste puede ayudar, a aquellos que no se vean capaces, a desenvolverse con un poco más de soltura en el ámbito de los textos escritos. Empezando por la preparación de la persona, por su concienciación, y siguiendo por el contacto con el texto. Intentando conseguir esa armonía entre lo que se quiere decir y lo que se dice.

En el libro también se destaca la importancia de sentirse seguro de uno mismo pero sabiendo aceptar las críticas y sin pecar de vanidoso. Aprender a pedir ayuda o a consultar otros libros, documentarse correctamente, es importante cuando se necesite, al igual que saber diferenciar entre lo que está bien y lo que está muy bien. Josep López Romero lo explica así: «…las buenas ideas sólo aparecen (…) cuando aprendes a descartar diez que podrían ser buenas para quedarte sólo con la que es buena de verdad».

Un libro lleno de reflexión sobre la necesidad de encontrarse a uno mismo, conocer nuestras habilidades, pero también nuestras limitaciones. Avanzar y retroceder, corrigiendo nuestros errores, sin perdernos en el camino.  Perseverancia, esfuerzo o constancia son valores a los que se el libro remite en todo momento, dándoles una gran importancia y cediéndoles el propio título. Compara el camino del escritor con el de las hormigas, que no cesan hasta que consiguen su objetivo.

De verdad que está muy bien.

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Botánica inmoral

Citar a Céline en un artículo de opinión me valió, hace no mucho tiempo, un comentario absurdo por parte de un profesor que nunca me inspiró demasiado respeto. «Céline es una autor que hay que citar con tiento -señaló-; si supieras algo de él no lo habrías hecho». Me quedé a cuadros. Pero no contento con eso -indignación in crescendo-, el tipo utilizó mi cita como ejemplo para que mis compañeros supieran lo que un periodista no tiene que hacer. «Céline, para quien no lo sepa, era simpatizante nazi», concluyó. No sé cómo no estallé. Estuve a punto, es cierto, pero me pudo la certeza de que «el alumno siempre tiene las de perder» y de que tratar de defender a Céline, en el contexto de una facultad como la nuestra, era una pérdida de tiempo, además de una forma como otra cualquiera de ganarse enemistades. No es que eso me preocupe en exceso, todo sea dicho, pero en vistas a que a este ritmo ni siquiera estoy en el ecuador de la carrera, «mejor ser prudente», me dije. Y completé mi argumentación pro-autocontrol con un «peor para ellos, ellos se lo pierden»,  sacado probablemente de los diálogos de las fábulas de Esopo.  

El mismo profesor -sí, es un hombre que da para mucho- en una de sus últimas clases nos habló de Sainte-Beuve, uno de los más importantes críticos literarios del XIX que puso en práctica la «botánica moral», es decir, la aplicación de un análisis que identificase obra y autor, considerando imprescindible la interrelación entre la vida y los textos de un escritor.

«Mientras no nos hayamos formulado sobre un autor cierto número de preguntas y les hayamos dado respuesta, siquiera para nuestros adentros y en voz baja, no podremos poseer la certeza de abarcarlo por entero, por más que tales preguntas parezcan del todo ajenas a sus escritos: ¿cuáles eran sus opiniones religiosas? ¿De qué modo repercutía en él el espectáculo de la naturaleza? ¿Cómo se comportaba en lo tocante a las mujeres y al dinero? ¿Era rico, pobre, qué clase de vida llevaba, cómo era su vida cotidiana?»

Quizás por eso desprestigió a Céline. Y quizás por eso descartó la posibilidad de que yo supiera de qué pie cogeaba Louis-Ferdinand: de saberlo jamás lo habría citado. ¿Habría sido muy provocador decirle que Céline, curiosamente, es uno de mis autores favoritos? ¿Que me importa poco lo que hiciera en su vida o dejara de hacer, lo que defendiera o detestara, las veces que contrajo matrimonio o las veces que paseó borracho por las calles de París, porque los escritores no tienen que ser ejemplo de nada, ni modelo a imitar, ni por supuesto han de rendir cuentas a nadie acerca de su vida privada? ¿Que la prosa basta para descubrir el alma y que el yo del escritor, como decía Marcel, sólo se muestra en los libros? ¿Que la prosa de Céline arde en el pecho como un trago largo de tequila a palo seco? Quizás sí. Pero creo que le habría dado lo mismo.

En fin, todo esto venía por esto  y esto.

De verdad, no quiero saber nada.

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La Fira resiste

El Paseo Antonio Machado del jardín de los Viveros vuelve a poblarse, un año más de música, vendedores de globos, curiosos y libros, montones de libros. Como siempre por estas fechas, justo cuando empieza el calor (de lo contrario, seamos sinceros, seguramente no la visitaría nadie), regresa la Fira del Llibre -y ya van treinta y nueve ediciones- con sus sempiternas y características carencias.

En todas las casetas de las librerías (Paris-Valencia, Soriano, Tirant lo Blanch, Fnac, Casa del Libro, etc.) es general el descuento del 10% y el marcapáginas de regalo, así como la presencia de títulos tan conocidos ya como El juego del ángel (última incursión novelística de Ruiz Zafón, tras un descanso de varios años que ojalá hubiera durado un poco más); El niño con el pijama de rayas, del irlandés Jhon Boyne (sencillo, tierno y altamente lacrimógeno); Seda, de Alessandro Baricco, que se ha re-popularizado a raiz de la homónima adaptación cinematográfica, y un montón de novelas históricas de esas que -incomprensiblemente- causan furor  y de las que prefiero no hablar.  Ni rastro, ahora que lo pienso, del fin de la trilogía de Tu rostro mañana (y eso que se ha promocionado con fervor por todo el país). Cosas que pasan. 

Esta feria, como decía, subsiste pese a que no recibe apoyo de ninguna editorial de las grandes, no cuenta con la presencia de escritores estelares de esos que logran que en torno a las casetas se forme una larga fila de impacientes lectores cargados con la bibliografía completa del autor y cámaras de fotos, y no prospera -como ocurre con la mayoría de iniciativas culturales, en esta ciudad- debido a que el presupuesto, con tanta America’s Cup, Fórmula 1 y encuentros mundiales de familias cristianas, o no da para más o se pierde por el camino.

   "As que esto son libros. Hm, interesante. ¿Se pueden comer?"

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El Día del Libro

Hoy conmemoramos la muerte de Cervantes, Shakespeare y Garcilaso de la Vega -del que, pobre, siempre solemos olvidarnos- con una cita ineludible: el Día internacional del Libro.

Los libreros se frotan las manos como el señor Grandet, preparados para vender los ejemplares que no vendieron durante el resto del año. Los escritores cargan sus plumas de tinta -como Jesse James de letras- y guardan cartuchos de reserva en los bolsillos de sus americanas, mientras inventan dedicatorias con las que estampar, una tras otra, novelas que acumulaban polvo y que los lectores han tenido por bien desenterrar hoy.  Las mujeres reciben una rosa en un envoltorio de celofán -tradición importada-, y los periódicos tienen un buen pretexto para escribir en la sección de cultura.  Porque hoy es el Día Internacional del Libro.

Mañana, llegarán los datos y las estadísticas, y si son insuficientes  los pensadores del Ministerio echarán el actual plan de fomento de la lectura a la papelera de reciclaje y crearán uno nuevo con el fin de convencernos de que «leer es bueno» o de que «los libros son nuestros amigos». Y cuando vuelvan a revisar los datos se darán cuenta de que sus esfuerzos son vanos. Porque la única forma de fomentar la lectura es, parafraseando a Alessandro Baricco, «compartir la pasión», contagiarla. Y punto.

Hoy es el Día Internacional del Libro  y conmemoramos la muerte de Cervantes, Shakespeare y Garcilaso comprando best-sellers y regalando rosas, en lugar de guardando un minuto de silencio y leyendo en la intimidad una página de alguna de sus obras, antes de acostarnos.  

 

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